El micro verde de Coelho

Gracias a Guillermo Laguna, de quien tomé "prestada" una foto suya
junto al micro verde, un tiempo antes de ser tuneado (este último)
No hay nada más aburrido que la bicicleta fija, y mucho peor si te olvidaste el celular en tu casa y no podés escuchar música o la radio. En esos casos no queda otra que entretenerse con los recuerdos, como hice yo, por ejemplo, con el micro verde de Coelho. .

El micro verde de Juan Coelho era el más grande y moderno de todos, y estacionaba primero, justo frente a la salida del colegio Horacio Watson. Había otros micros identificados con colores según el recorrido:  rosa, marrón, rojo y no me acuerdo más, y recuerdo tener un estúpido orgullo infantil porque "mi" micro era el más lindo de todos. Leyendo un grupo de Facebook de ex alumnos, alguien dijo que Coelho había "tuneado"el micro para que quedara más moderno;  por eso tenía una trompa cuadrada que lo hacía parecer más nuevo y grande que los demás. Pero yo ya lo conocí así impactante como lo recuerdo.

Cuando subíamos para volver a casa a las 4 de la tarde tratábamos de sentarnos en una de las ventanillas del lado derecho. Era porque había un viejito con barba blanca que tenía una bandeja colgando del cuello, como los vendedores de golosinas del cine. Tenia algunos dulces y los más baratos eran los pirulines y los bocaditos Holanda que se te pegaban en los dientes, que le comprábamos para ir comiendo en el camino de vuelta a casa.

Coelho era un hombre bajo y regordete de mediana edad, con bigotito fino y un extraño peinado engominado para el costado con el que trataba de disimular la falta de pelo. Usaba ese típico recurso de los pelados de dejarse crecer más un costado para "enrollarlo" sobre el casco despoblado como si fuera la toca. Tenía un aspecto exótico y recargado, pero era puntual, respetuoso con los padres de los alumnos y buen conductor. 

Cuando yo era chica lo acompañaba una "azafata"que iba en un pequeño asiento a la derecha del micro. Ella se bajaba a tocar el timbre si el pasajero no estaba en la puerta de su casa, y ayudaba a subir o bajar a los mas chiquitos. Recuerdo haberle dicho alguna vez a mi mamá que Coelho le decía "cositas" a la azafata, andá a saber a qué me refería. Pero estoy segura de que se hacía el galán con la chica que sería joven y linda, aunque leyendo comentarios en el grupo de Facebook que mencioné, si había conservado la misma de los años '50 y pico, era la esposa.

Con el tiempo dejó de tener la azafata, y las pasajeras más grandes hacíamos de ayudantes bajando a tocar timbre y dándole una mano para subir a los bajitos. En ese trabajo que nos hacía sentir especiales vimos a la madre de la mayoría de mis compañeros de viaje... en deshabillé. Se usaban en aquél tiempo unos largos hasta el piso hechos de matelassé estampado, obviamente con pantuflas de paño, o peludas. ¿Cómo saldrán las madres de hoy a despedir a los chicos? Supongo que con calzas y zapatillas para ir al gimnasio o a medio vestir antes de ir al trabajo...

El micro tenía una luneta delantera donde había todo tipo de objetos, desde papeles, útiles escolares, llaves, herramientas y repuestos diversos. Pero también se podía encontrar ahí la joya más preciada de la corona: los botones plateados perdidos del blazer marrón, que en aquél tiempo tenían acuñado el logo del colegio. Era un haz de trigo con el lema "Ut Severis Seges", o "Como siembres, cosecharás". Era imposible conseguir botones de repuesto si se te había perdido uno, así que lo mejor que te podía pasar es encontrar uno en ese revoltijo ecléctico de la luneta.

Coelho tenía paciencia, y se bancaba bastante bien nuestros desbandes de a bordo. Cuando tenía la azafata la mandaba a retarnos o hacernos sentar. Pero en el tiempo que no hubo más, cuando la cosa se ponía descontrolada estacionaba, paraba el motor y ¡agarrate! Literalmente nos cagaba gritos con un vozarrón de trueno y después de eso no volaba una mosca por el resto del viaje. Y recuerdo un día que estaba muy sacado y agarró por las axilas a uno que estaba haciendo demasiado bardo y lo metió ¡en el portaequipaje que estaba encima de los asientos! No tenía tapa como los de los aviones, así que no viajó encerrado pero sí muerto de miedo.

Otro detalle gracioso que recuerdo de esos viajes era nuestra pérdida de identidad. No éramos García, Dagnino, Faverio o Chiantore sino que él nos había rebautizado con el nombre de la calle donde vivíamos. Así, "Condarco", "Altolaguirre", "Aizpurúa" o "Plaza" pasábamos las mañanas y tardes a bordo del emblemático micro verde donde nunca, nunca, faltaba la emoción.

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