Día de picnic: sucios, cansados y felices
Ni bien empieza
septiembre todo el mundo empieza a hablar de la primavera. Y cuando se acerca
la semana del 21, aparece el tema del picnic. Siempre y cuando uno sea un
adolescente.
¿Cómo olvidar los
del secundario? Uno de los que más recuerdo fue en la quinta de un compañero,
pero de verdad no sé si era en Moreno, Maschwitz o Del Viso. Era
endemoniadamente lejos, de modo tal que si me dijeran que era en Tartagal,
hasta podría aceptarlo como una posibilidad.
Esa mañana
madrugamos en serio para ver si llovía, si “se hacía”. Históricamente los 21 de
septiembre suelen ser fríos y grises, como para arruinar todos los programas.
En aquél tiempo no había celular y muchos ni siquiera tenían teléfono en su
casa, de modo que había que empezar a hacer una cadena para decidir si íbamos
igual, a pesar del clima hostil.
El día del que estoy
hablando obviamente decidimos desafiar al pronóstico dudoso, y ahí partimos a
las 7 de la mañana, en feliz aglomeración, a tomar un colectivo de media
distancia con dirección desconocida. Semi dormidos y cargados como Ekekos, pero
felices.
Los días previos al
picnic las chicas habíamos hecho los deberes: pasar por Cabildo para comprar
una remera y una bermuda o shortcito para estrenar ese día. Ir a depilarse para
tener las piernas tersas como una Barbie y encargar en casa que nos prepararan
una milanesa para el sándwich, o pasar por el almacén a comprar jamón y queso.
Las habilidosas preparaban alguna torta o pasta frola para la tarde, las que no
eran tan amantes de la cocina, elegían alfajorcitos de maicena…que para la hora
del té ya estaban chorreados y pegajosos ¡pero ricos igual!
Los varones se
encargaban de la música y el deporte. El idóneo llegaba cargando un
minicomponente del tamaño de una heladera, una bolsa de cassettes y varios
blisters de pilas de las grandes. Algún artista llevaba la guitarra y otro la
pelota y algunos mazos de cartas para el truco.
Después de más de
dos horas de viaje, bajábamos del colectivo para tomar un camino de tierra que
nos conducía al paraíso. Había que recorrer algunas cuadras de campo hasta
llegar a la tranquera: ocho. Con los bolsos, las bolsas, el equipo de música,
la pelota y el sándwich que cada vez se aplastaba más en la mochila.
Pero ni bien
aparecía la tranquera empezaba la gloria: todos corriendo a la casa, un cuarto
para las chicas otro para ellos. ¡A cambiarse! Shorts para todo el mundo,
fulbito instantáneo, y las nereidas ¡a tomar sol en bikini al borde de la
pileta! La temperatura no era la mejor, había como 15 grados, pero ¡había
llegado la primavera! Bajo ese sol tímido, las piernas no eran sin duda las de
Barbie, sino que más bien parecían las de un pollo de supermercado: pálidas y
frías.
Pero a medida que
avanzaba el día, la primavera nos había regalado un lindo día de sol tibio. Y
formamos un grupete homogéneo mientras comíamos sentados en ronda sobre un
mantel en el paso. Tal como veíamos los picnics en las películas, aunque en la
casa hubiera mesas y sillas para todo el mundo.
El artista del curso
aparecía con la guitarra para tocar las canciones de siempre: Pastoral, Sui
Generis, Vox Dei, León Gieco, Serrat. Las mismas que siguen asesinando hoy
cuando se junta un grupo de aquella época (!!!!!!!!!!). Algunas parejitas se
apartaban y se iban a caminar entre los árboles, arbustos y yuyos porque la
sensualidad flotaba en el aire. ¡Y qué fuerte nos latía el corazón!
El día iba pasando
con todo tipo de actividades, gastronómicas, deportivas, musicales, eróticas,
sociales, sensuales. Cuando llegaba la merienda, todos cansados y transpirados arremetíamos
con lo dulce y lo quedaba de las gaseosas, sabiendo que nos quedaban dos horas
de bondi por delante.
En cámara lenta
juntábamos todo, llevábamos las bolsitas de la basura a la calle, cerrábamos
las puertas y la tranquera y caminábamos las ocho cuadras de tierra para
esperar el colectivo. Los que conseguían asiento se quedaban dormidos
inmediatamente, y el resto no conversaba demasiado, sino que se sumía en sus
cavilaciones y luchaba contra el cansancio.
Finalmente
llegábamos a casa, con suerte tres horas después y ya de noche, cansados y
sucios, pero con el alma llena de juventud. ¡Qué linda es la primavera!
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