La nena de los huevos emplumados

Como hija única de padre idem, para mi abuela Angélica el día de Pascua era todo un acontecimiento. Y así como en Navidad se hacen colas interminables para comprar el pan dulce de Plaza Mayor, lo mismo pasaba para esta época en dos chocolaterías famosas del centro: Corso y Córcega.

La primera, que creo que todavía subsiste en su local original de Maipú y Corrientes, mano izquierda, tenía unas latas de bombones color marrón o azul. En más de una casa se deben seguir usando como costurero, donde el unoauno no alcanzó para reemplazarlas por las latas de galletitas danesas, mucho más altas y más cómodas para guardar hilos, cierres, frasquitos con botones, ganchitos y otros.


Córcega estaba en Esmeralda o Suipacha...Hace mucho pasé y ví que había cerrado, y fue algo raro o feo, porque sentí que se había cerrado una puertita de mi infancia. El local estaba al lado del Palacio o el Emporio de la Papa Frita, donde la gordita que siempre fui disfrutaba al ir con su  papá a dar cuenta de las milanesas con papas souflé.



Googleando descubrí que la marca fue remozada y
aabrió un coqueto local sobre la calle Florida. También tenían sus clásicas latas de bombones/costureros, y la de muchos colores era la más popular.

Ambos comercios competían cada año para ver quién hacía los huevos de Pascua más originales. En realidad el huevo era un huevo sencillo, de chocolate riquísimo y de buena calidad, pero sin esos horribles adornos de cisnes de azúcar y flores incomibles que le ponían en las panaderías. Adentro traían confites, bombones, "joyas" y juguetitos. Pero el packaging era lo que más garpaba, ya que garantizaba un plus al momento de elegir la compra.
Mi abuela flasheaba porque la mayoría venían en una gran caja con un nidito hecho de paja donde se asentaba el huevo (es la misma paja que traen los cajones de melones, aunque esto termine de destruir totalmente el glamour que traía hasta ahora la descripción). Para tratar de recomponer la atmósfera perdida... este amoroso nidito tenía  plumitas rosadas, celestes o amarillas, según el regalo fuera para nena, varón o niñe (???). El conjunto era súper delicado y subyugaba a nuestros espíritus románticos, tanto el mío como el de mi abuela, que me decía encantada: "Mirá, tiene plumitas".

Hoy, a la distancia, me doy cuenta de toda la ilusión que le ponía al evento, al hecho de ir a hacer la fila para comprarme el huevo emplumado. En ese momento uno solo veía el chocolate, el nidito, la plumita y el anillo de plástico que eventualmente traía. Si es que de verdad existe una energía que nutre, estoy segura de que también estaba rodeado de un montón de cariño, pero ¿qué sabía yo entonces de todo eso? Por suerte, la hojalata perdura en el tiempo... y cada vez que busco un botón o un alfiler de gancho vuelvo por un ratito al pasado, e inevitablemente me arranca una sonrisa de "qué lindo".



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