Predestinado


Juan Romero es lo que se dice un predestinado: su apellido indicaba sin lugar a dudas la actividad que ocupaba a su familia. Fue su bisabuelo, Jacinto Romero, quien abrió en 1935 la farmacia y herboristería de la calle Lorenzo López. Y allí empezó como aprendiz su abuelo, más tarde su padre y finalmente él y su hermana, a medida que fueron cumpliendo 12 años.  La cuestión es que un día Juan se cansó del negocio, y lo dejó en manos de su hermana para emprender nuevos rumbos.

Con unos ahorros instaló un local de empanadas muy coqueto y pulcro, y dos motos rojas para hacer el reparto. Sus empanadas eran especiales: haciendo gala de sus conocimientos, condimentaba cada variedad con hierbas exóticas. Lograba un sabor inigualable que maridaba perfectamente con cada ingrediente. Los pedidos llovían, en especial los fines de semana, y Juan se sentía en el paraíso. 

Cuando despachaba en el mostrador le gustaba conversar con los clientes y comentar las novedades del barrio, lo bueno, lo malo, las desgracias, las buenas nuevas, y la vida de unos y de otros. Dos veces por semana hacía él mismo los repartos, y se demoraba hablando con los porteros o las empleadas domésticas, que eran los más proclives a hablar de más y contar intimidades de los vecinos o los patrones. Lo fantástico era que cuando volvía a su casa anotaba todo lo que había incorporado, en prolijas tarjetas que tenían el nombre y la dirección de cada aludido. Todo este minucioso hábito era para cumplir un sueño elaborado durante años: curar el alma de la gente en problemas con sus milagrosas hierbas.

Una tarde aprovechó un pedido para hacer el primer experimento: a una media docena de empanadas de espinacas a la crema le agregó un puñadito de melisa.  “La melisa o limoncillo es una hierba perenne apreciada por su fuerte aroma a limón, que se usa como tranquilizante natural”, se decía mientras recordaba visualmente las frases de su vademécum de herbolario. Con precisión metió las empanadas en la caja y las despachó a la casa de la señora tan nerviosa de la calle Rivadavia. También “enriqueció” con polvo de ginko biloba las de carne picante que fueron a la casa del viejito del chalet que caminaba tan lento. Un poco de cola de caballo en las de atún para la gordita de la vuelta. Griffonia a las de queso para la viuda, valeriana en las del cajero flaco del banco. Las quejas no se hicieron esperar: las de jamón y queso ya no tenían el saborcito del principio. Había extrañas partículas verdes entre la humita ¡y el atún despedía un sospechoso olor a menta! 

Pasaban los días y no entraban casi pedidos, como si de pronto una maldición se hubiera apropiado del lugar. La desconfianza se había instalado entre los clientes y para peor ¡alguien había hecho un comentario en Facebook y varios se sumaron a las quejas! las empanadas agonizaban en las heladeras junto con los pequeños frascos con diversas hierbas. El viernes a la noche admitió con amargura que la idea no había sido buena. Sabía que había que darle un aire nuevo al negocio y se puso a pensar si lo mejor sería un aviso en la radio y el diario, volantes y algo en las redes sociales, como le había aconsejado su sobrino. Mientras tanto, revolvía el tupper con el relleno de carne cortada a cuchillo; le agregó un puñado de yuyitos para el amor y armó 6 empanadas bien gorditas. Las puso en una caja y bajó la persiana.

Caminó unas cuadras y tocó el timbre de la petisita del departamento de la calle Gamboa, que sonó encantada a través del portero eléctrico. Mientras ella bajaba a abrirle, él ensayó una sonrisa; hacía tiempo que la chica le gustaba, y le había prometido pasar a visitarla una noche de esas.


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